Una Conversación con Marina Tabassum
David Chipperfield
Texto publicado en El Croquis 222 David Chipperfield 2015 2023
David Chipperfield: Marina, su trabajo me ha causado una profunda impresión desde que pude conocerlo gracias al Premio Aga Khan de Arquitectura, y más recientemente, en noviembre de 2022, a través de su discurso de aceptación de la Medalla Soane: una exposición que nos cautivó a todos, tanto por su narración autobiográfica como por la calidad de su trabajo. También reforzó mi opinión de que la razón por la que usted y su trabajo tienen una resonancia creciente —más allá del contexto inmediato de Bangladés— es la incomodidad, cada vez mayor, que siente la práctica arquitectónica occidental por la posición que ha ido asumiendo poco a poco a lo largo de los últimos 30 o 40 años. Y es precisamente esa consciencia, la de haber contribuido de forma muy negativa a la protección medioambiental y a la desigualdad social, la que nos está despertando del letargo sufrido estos años. Podemos rechazar lo anterior a nivel personal, pero no podemos seguir manteniendo por más tiempo este perfil. Podemos alegar estar limitados, o indefensos, dentro del actual campo de acción de nuestra profesión, pero nos hemos labrado un papel social muy irrelevante y desconectado de las decisiones y políticas críticas que dan forma a nuestros entornos. Debemos encontrar el valor suficiente para retomar en mayor medida esta responsabilidad.
Marina, usted creció siendo consciente de la injusticia social que la rodeaba y de su propio privilegio. Una conciencia, en parte, inculcada por presenciar el trabajo de su padre como médico al servicio de la comunidad y, al parecer, todavía arraigada en su práctica arquitectónica y su discurso.
Marina Tabassum: Gracias, David. El papel que asumí no di con él en un día. Aunque me eduqué en Bangladés, soy producto de una educación occidental y de un plan de estudios occidental, y mi manera de hacer tomó como modelo la forma de pensar occidental. Pero desde el principio ya esa manera de hacer no parecía justa, sobre todo cuando muchas de las personas con las que trabajo a la hora de hacer edificios aquí, en Bangladés, no entienden los dibujos y necesitan que se les dicte qué hacer. Estas circunstancias evidenciaron que el saber de los oficios, de los artesanos y de los albañiles es ignorado, con demasiada frecuencia, si en lugar de incorporar a estas personas a la conversación nos valemos de ellos sólo como herramientas. Por eso sentí que el enfoque de arriba-abajo no era apropiado para Bangladés, y que necesitábamos reinventar nuestra práctica. También, al haber tanta gente aquí con tantísimo saber sobre distintas habilidades, uno puede generar un ahorro significativo en un proyecto si en lugar de acudir a un contratista trabaja con estas personas estrechamente a nivel local y mantiene una conversación detallada con ellas. Y es a partir de ahí que podemos conseguir también una nueva forma de hacer. Así que es en esto en lo que siempre hemos procurado centrarnos.
Hay dos aspectos muy interesantes de lo que usted dice que pueden tener un profundo impacto en la profesión. Uno es teórico, y tiene que ver con la influencia que para los arquitectos tiene el currículum y la formación. Claramente, en el pasado, la formación estaba predominantemente orientada hacia lo occidental, pero el surgimiento de arquitectos significativos que desarrollen su práctica en contextos no occidentales cuestionará la relevancia de este enfoque, afectando, es de esperar, a la formación arquitectónica contemporánea, en especial, dentro de su propia región —aunque yo abogaría en favor de que también sucediese a nivel internacional—. El otro aspecto es práctico, y apunta a la influencia de estar estrechamente ligado a lo que se da sobre el terreno, un rasgo que cada vez se vuelve más importante para la práctica global. Mientras que antes nos centrábamos en el producto —sin importar cómo se lograra el resultado final, siempre y cuando se convirtiera en portada de una revista—, ahora nos interesa mucho más el proceso, tanto en lo que respecta a la esencia y a la cadena de suministros (en términos éticos y económicos), como en cuanto al impacto social que tenga sobre las personas involucradas en la construcción y ocupación de los edificios. Como arquitecto, entiendo sus preocupaciones por reinventar la práctica, no sólo por una cuestión logística, también como parte de una aspiración más amplia ligada con el trabajar en un lugar donde la creación y la concepción de algo resulta más dinámica. La práctica occidental, con sus ordenamientos jurídicos y sus métodos contractuales, tiende a mantener apartados a los distintos actores, y esto es una pérdida para todos.
¿Cómo ve usted la evolución de esta participación a medida que avanza hacia escalas mayores? ¿Es un proceso escalable?
Mi opinión es que es posible ampliar este enfoque, aunque se hace necesaria una planificación. Pero volviendo a la enseñanza: cuando yo me estaba formando para ser arquitecta nunca tuvimos ocasión de construir una pared con nuestras propias manos, por eso nunca llegamos a entender el esfuerzo que supone transformar en un muro la línea que uno dibuja en un plano. ¿Cómo se hace? ¿Qué mortero se emplea? Hay muchas cosas que pueden mejorarse gracias a la contribución de quienes están en la obra. En el estudio, nosotros investigamos, diseñamos, conceptualizamos y hacemos el plan director del proyecto; pero cuando ese diseño llega a la obra, no pretende ser un conjunto exhaustivo de órdenes, dejamos siempre algo de espacio para el diálogo con la construcción y con el proceso constructivo. Y eso hace que la gente sienta que puede contribuir al proceso, les da cierta autoridad e influencia, reconociendo el valor de su saber y de su experiencia. Yo animo a mis arquitectos a estar en la obra para que comprendan mejor los procesos constructivos y los oficios, pero también, para que se familiaricen más con quienes trabajan en la obra.
Es justo lo contrario de lo que pasa en la práctica convencional. Dejar ese espacio para el diálogo en un proyecto derivado de un contrato, especialmente en el ámbito más comercial, no siempre conduciría a resultados positivos —el constructor aprovecharía ese espacio, y eso es una experiencia menos favorable—. El arquitecto pelea por ser admitido en la obra, no vaya a ser que interfiera en el proceso y comprometa el tiempo y el coste del proyecto. En todo caso, nosotros hemos tenido oportunidad de disfrutar de ese proceso más dinámico del que usted habla cuando hemos trabajado en edificios históricos, en Berlín, en el Neues Museum y la Neue Nationalgalerie, o en Venecia, en la Procuratie Vecchie. Y ocurre porque en la restauración de edificios no se puede predefinir todo y se acepta abiertamente que el proceso requiera espacio, de ahí que siempre haya diálogo en la obra, y por eso yo lo disfruto tanto —también en los buenos proyectos, en los que esto se organiza adecuadamente, se puede contar con la inteligencia de quienes trabajan en obra—. Y también ocurre, porque en torno al encargo de un edificio histórico se da un clima de confianza y un sentimiento de terreno común infrecuente en el ámbito comercial, mucho más agresivo y, a menudo, falto de colaboración —uno debe trabajar duro para superar esto—.
¡Eso necesita cambiarse! ¿Cómo esperar que nada cambie si sólo se sigue guiando por el beneficio y los pleitos judiciales? Hoy en día se oye hablar del proceso de impresión 3D para la construcción; pero la implantación de esta nueva técnica conlleva el riesgo de que muchos trabajadores cualificados pierdan sus puestos. Entonces, ¿hasta dónde llegamos? Necesitamos confrontar la cuestión de los beneficios y los objetivos.
Texto completo disponible a la venta en la web de El Croquis.