Artículo publicado originalmente en El Croquis 144, recientemente reeditado en un volumen Integral con la obra completa de Enric Miralles.
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Continuidad después de la Vida
Mark Wigley
¿Qué significa completar la obra de un arquitecto después de su muerte? ¿Incide negativamente en los proyectos la ausencia de quien los concibió, o es posible que la voluntad de ese arquitecto continúe viva en las amorosas manos de colaboradores, socios y colegas? ¿Puede en realidad el arquitecto sobrevivir en la obra, revitalizada su memoria en una suerte de homenaje a través de la delicadeza del diseño? Y concretamente, ¿qué sucede cuando la obra de un 'maestro' se termina tras su muerte? ¿Qué supone concluir el trabajo de un arquitecto cuya forma de hacer se considera tan única que suscita la admiración, la curiosidad e incluso la incredulidad de todos? Una forma de hacer aparentemente irrepetible en la que no cabe que intervengan otras manos, por mucho que esas manos hayan estado guiadas por la de quien ya no está. Y aun más, ¿qué significa completar las obras de Enric Miralles, a quien tanto se valoró por su especial forma de dejar atrás todo tipo de precedentes, incluidos los suyos propios? Aunque Miralles falleció el 3 de julio de 2000, varios de sus proyectos más importantes no se han terminado hasta ahora. Quienes publicamos panegíricos de nuestro amigo en un fallido intento de reflejar toda la dimensión de su pérdida para la arquitectura tenemos que aceptar ahora la belleza palpable de su presencia en esos edificios, incluso —y especialmente— cuando lo construido no se corresponde exactamente con lo que él proyectó.
Existen muchos ejemplos conocidos de este dilema, muchos maestros cuyas obras se completaron póstumamente. Aunque a veces se aplauda y otras se desapruebe, esa cuestión casi nunca se suscita, como si se prefiriera imaginar que el arquitecto fue capaz de guiar la terminación de la obra tras su muerte. Y esto es así sobre todo cuando el edificio que se completa es uno de los más valorados de la trayectoria del arquitecto en cuestión, la obra que confirma su maestría, como el caso del Banco Nacional de Arne Jacobsen, que se terminó siete años después de su muerte; como en el de Kahn con el Center of British Art de Yale y el Capitolio de Dhaka, cuyas obras se prolongaron respectivamente tres y nueve años después de su fallecimiento, o el considerable número de proyectos de Eero Saarinen que acabaron de construirse sin él, algunos tan importantes como la Terminal de la TWA, el Gateway Arch, la Sede de John Deere y la Terminal del aeropuerto Dulles, los cuatro concluidos entre uno y seis años después de su muerte. A pesar de ello, rara vez pensamos en las implicaciones más profundas de este extraño efecto de la otra vida.
La primera cosa a reconocer es que lo mismo puede decirse de todos los arquitectos. Los arquitectos nunca se retiran. Simplemente acaban estando más y más ocupados e inevitablemente hay cosas que dejan a medias. De hecho, casi siempre se trata de obra incompleta, desde croquis primeros, o de tanteo, a maquetas de concursos ganados, pasando por planos de ejecución y por edificios a los que únicamente les falta el revestimiento. El destino de todo arquitecto es dejar tras de sí obra inacabada que concluyen otros. Las importantes apuestas culturales y económicas que se hacen incluso en el más pequeño de los edificios y el prolongado marco temporal de construcción implican que los arquitectos nunca se van sin más; se les recuerda, y todo lo que de su actividad más les apasionó juega un papel en esa otra vida. Incluso podría argumentarse que la figura de un arquitecto sólo toma realmente forma cinco o seis años después de su muerte. La obra en la otra vida cambia la percepción que teníamos de la obra en vida. Al fin y al cabo no es tan complicado. Es únicamente en la otra vida cuando la vida se hace visible como tal. Pero sólo se hace visible como aquello que antecede y culmina en la repentina ausencia. En cierto sentido, la mayoría de los arquitectos actúan como si realmente no tuvieran una vida, como si cada segundo de tiempo tuvieran que dedicarlo a perseguir un esquivo ideal arquitectónico. Y cada proyecto representa la última oportunidad de alcanzar ese ideal; cada momento se dedica a crear una sensación de impulso en pos de ese objetivo final.
El hecho de que un arquitecto pueda producir su mejor obra después de muerto no es por tanto algo extraño, sino un síntoma de los siempre extraños ritmos de la arquitectura. O por decirlo de otro modo: la muerte es algo que se palpa en los estudios de arquitectura. Los arquitectos la esperan, viven con ella, diseñan para ella. Todo su universo se organiza alrededor de este hecho, empezando por la simple idea de que un edificio puede representar el pensamiento de un arquitecto cuando éste ha abandonado el mundo. Todo el 'drama' profesional del encargo —la seducción, la propuesta, la negociación, la interminable reconsideración del diseño, la documentación y la construcción— se establece alrededor de la idea de que el edificio sobrevivirá a quienes lo han concebido y materializado. No por casualidad, Adolf Loos consideraba que la tumba era la auténtica obra de arquitectura. La arquitectura tiene más que ver con quienes se han ido que con los que están presentes. O más exactamente: permite que los ausentes permanezcan, que la vida de los arquitectos se prolongue en sus obras.
Enric Miralles visitando las excavaciones de Santa Caterina. Marzo, 2000
En su acepción más básica, diseñar es proyectar algo hacia el futuro. Los dibujos del arquitecto prefiguran lo que podría llegar a ser. Son frágiles declaraciones de esperanza al principio y se convierten en rígidos instrumentos técnicos de ejecución al final. Cada proyecto representa un paso adelante, y todos los mecanismos del estudio se organizan para mantener la velocidad del impulso. De hecho, ese primer impulso del arquitecto siempre se completa por otros. Y no es sólo la fase final de los proyectos lo que sus colaboradores tienen que hacer avanzar. Cada proyecto tiene que progresar diariamente. Los estudios de arquitectura se organizan más en función de las ausencias de quien los dirige que de su presencia. Todo el mundo tiene que imaginar qué quiere el arquitecto o la arquitecta en cuestión, y ellos a su vez deben decidir si lo que sus colaboradores han pensado es realmente lo que querían. La oficina proporciona una suerte de espejo al arquitecto, y la reacción del arquitecto ante esa imagen reflejada, como la reacción de cualquiera al ver su reflejo u oír su propia voz, es complicada, por no decir más. Lo único que cambia con la muerte de un arquitecto es que se pierde esa compleja reacción frente al espejo. Pero incluso entonces, siempre hay personas en el estudio cuyo trabajo actúa como suplente del trabajo del arquitecto, imaginando la respuesta de éste ante el espejo. Por eso toda la vida de la oficina continúa algún tiempo más tras la desaparición del arquitecto. Dado que cada proyecto contiene la vida imaginada de su autor encarnando sus aspiraciones, puede decirse que el arquitecto está presente en ellos más allá de la muerte. Con todo, a pesar de ese amor triste y dulce, el dolor puede incluso acentuarse por la presencia palpable del arquitecto en el proyecto. Podría decirse incluso que es preciso completarlo para que el arquitecto pueda por fin irse.
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