Fot.: John Pawson
El Detalle Invisible:
Tres Encuentros con Álvaro Siza
por Inmaculada Maluenda y Enrique Encabo
Texto publicado en El Croquis 215/216 Álvaro Siza 2015 2022
Álvaro Siza Vieira acaba de cumplir 89 años. Nacido en 1933, en la localidad portuense de Matosinhos, ha estirado el calendario por los dos extremos. A una precocidad extraordinaria —mucho antes de finalizar los estudios, con 21 años, ya había abordado algún pequeño encargo— ha sumado una longevidad también fuera de lo común. Siza ha construido a lo largo de ocho décadas distintas y en todas ellas ha dejado señales de relevancia: desde el restaurante Boa Nova y las piscinas de Leça da Palmeira en los años 1950 y 1960, o las viviendas sociales en Portugal y el norte de Europa en los 1970 y 1980, la iglesia en Marco de Canaveses en los 1990, la brasileira Fundación Iberê Camargo en los 2000, las obras asiáticas en los 2010 o incluso una torre en Manhattan en los 2020…
Siempre se podría hacer una lista alternativa de obras de Siza con piezas de valor equivalente, si no superior: cualquiera echaría en falta, por ejemplo, sus sucursales bancarias, la acrópolis funcionalista de la Facultad de Arquitectura de Oporto o el palio pétreo del Pabellón de Portugal en la Exposición Universal de Lisboa de 1998. Aunque Siza suele quejarse de cómo funciona la profesión en su país, cabe decir que no le ha ido mal del todo. El Boa Nova, las piscinas y el pabellón lisboeta han sido declarados patrimonio nacional y el propio autor ha intervenido como responsable de su rehabilitación; tan sólo en las proximidades de su estudio pueden encontrarse hasta una decena de sus obras. Incluso parece despertar las simpatías de la gente, cosa rara en un arquitecto de su talla: en 2005, recibió las Llaves de Oporto, su ciudad.
Tampoco parece haber moderado su caudal productivo, tradicionalmente intenso. Semejante trajín diario dificulta cualquier intento de establecer una conversación tranquila, por lo que Siza prefiere emplear los fines de semana para atender entrevistas. Por todo ello, se decidió desde el inicio fragmentar la charla en distintas fases, y realizar sucesivas visitas a su estudio entre enero y mayo de 2022. Lo que sigue, por tanto, es una composición de esas partes, con puntuales intervenciones de algunas voces, como la de su colaborador Carlos Castanheira —con quien Siza comparte varias obras en oriente y Portugal—, o la de su viejo amigo y socio ocasional Eduardo Souto de Moura.
Aunque existía un cuestionario en cartera, el primer encuentro ni siquiera se planteó como entrevista. Acompañamos al equipo de El Croquis en una reunión preliminar para revisar las obras y los proyectos de los últimos años, y decidir así el contenido último de la monografía. Cuando llegó, Siza nos vió sentados alrededor de la mesa de su despacho, y no pudo evitar un comentario jocoso al ver a Fernando Márquez Cecilia: "Media cara con mascarilla y media con barba, ¡no hay quien te reconozca!". Tras tomar asiento y retirarse la bufanda, miró detenidamente el sumario: "Todo esto está acabado, ¡qué buena época!". Con un prurito de insatisfacción, pidió a su secretaria, Anabela Monteiro, un listado completo de la producción de la oficina de los últimos quince años, que repasó con todo detalle mientras sazonaba su lectura con pequeños dardos de humor fatalista sobre todo lo que no había llegado a buen puerto: "Tan contento como yo estaba, ahora me voy a deprimir…".
Siza habla un español más que bueno, salpicado de algún término portugués fácil de entender en el contexto de la conversación. Dos horas más tarde, las cuentas registraban medio centenar de proyectos frustrados —48, para ser exactos— por falta de voluntad política, mala suerte o dejadez de los promotores: "Nunca se había hablado tanto de arquitectura en Portugal como ahora, y siempre en un tono que da por hecho que todo está muy bien. Pero detrás hay un desastre absoluto en las ciudades; no hay más que pasear por Oporto".
I. Maluenda / E. Encabo: ¿Era muy diferente la situación de la arquitectura aquí, en Portugal, cuando usted empezó, a mediados de los años cincuenta?
A. Siza: Mucho, unas veces para bien y otras para mal. En aquel momento, los ingenieros lo hacían prácticamente todo y los arquitectos tenían muy poco trabajo en Portugal. Sólo podían encargarse de la obra pública que servía de propaganda del régimen, muy condicionada por esa idea terrible de una 'arquitectura nacional'. Se ganaba poquísimo, aunque el coste de mantener una oficina era también muy pequeño, de modo que los jóvenes podían acabar su carrera y contar con un espacio de trabajo. Los constructores eran buenos, tenían oficio, la construcción era artesanal. Ahora, sin embargo, los costes que implica tener un estudio abierto son muy altos…
IM/EE: Siempre tiene un papel cerca. ¿Todavía se sorprende de lo que sale de su mano?
AS: Me gusta dibujar. Hay tanta cosa aburrida en la arquitectura que para mí es un escape, un modo de trabajo precioso y rapidísimo: un esquisso, un 'bosquejo', apenas se hace en unos segundos. En esa fase en la que uno especula con la idea se pueden labrar cosas en muy poco tiempo, algo que el ordenador no ha logrado. Aunque un dibujo, sólo por sí mismo, puede resultar peligroso, engañar mucho.
IM/EE: ¿A usted le siguen engañando?
AS: ¡No tenga dudas! A veces, cuando le paso mis dibujos a un colaborador y veo luego el resultado a escala, ya con el encaje riguroso a ordenador, es un desastre. Con las maquetas sucede algo parecido. Normalmente las hago, al menos al principio de un proyecto, sin ninguna base, para así poder mirar desde abajo el espacio interior, o incluso fragmentos parciales también. Son formas de trabajo complementarias.
IM/EE: ¿Recuerda cuándo y cómo surgió su interés por el dibujo?
AS: Mi familia no tenía ningún contacto con la arquitectura; aunque mi padre era ingeniero y le gustaba el arte. Pero yo aprendí por mi cuenta. En el colegio, en primaria, dábamos clases de dibujo. Recuerdo que lo que nos pedían hacer —tal vez con cinco años— era el dibujo de una caja cerrada y de una caja abierta, algo que también me enseñaba mi madre. Más tarde, con seis o siete años, fue uno de mis tíos quien me animó. Lo primero que me enseñó a hacer fue un caballo, y luego cowboys… Él no dibujaba nada, era pésimo, pero fue un gran pedagogo: me transmitió el placer de dibujar, que ya me quedó para toda la vida.
Matosinhos, donde yo vivía, era por entonces un sitio muy pequeño, en el que los contactos se daban sobre todo entre vecinos. Cuando vieron mi interés por el dibujo, algunos comenzaron a regalarme libros por Navidad. En general, todos —amigos, padre, madre, abuela…— me traían libros de arte, la mayoría con pequeñas reproducciones en blanco y negro de muy mala calidad. Collection des Maîtres, así se llamaban: recuerdo uno de Leonardo da Vinci, otro de Miguel Ángel, de Rubens… y así hasta llegar a Picasso, que era lo más moderno que había. Aún los tengo, son libros pequeñitos. También recuerdo que, más adelante, cuando viajaba con mi familia por España —allí pasábamos casi siempre las vacaciones—, lo que más le gustaba a mi padre al llegar a un sitio era ir al mercado —él decía que en un mercado se respiraba el espíritu de una ciudad— y luego, a los museos.
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