Tres Buenas Preguntas. Una Entrevista con Anne Holtrop
Noura Al Sayeh Holtrop
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Cuando empezamos a plantear esta entrevista, me sugeriste que debería hacerte, sencillamente, tres buenas preguntas que de algún modo resumieran el enfoque con el que, desde tu obra, diriges la atención hacia la edición y la búsqueda de la esencia. Como no puedo resumir todo lo que quisiera abordar en tres preguntas, te propongo tres temas en torno a los cuales articular un conjunto de preguntas.
EL ARTE COMO PRÁCTICA
Cuando escuché hablar de ti y de tu trabajo por primera vez, a ambos se les solía relacionar, básicamente, con el mundo del arte, al ser tus primeros encargos artísticos. Ahora que tu trabajo se desarrolla más en el ámbito de la arquitectura, entiendo que sigue siendo válida en cierta medida esa primera analogía con el arte —tal como yo la entiendo, tu manera de hacer es similar al modo en el que los propios artistas crean sus obras—. Dado que, en realidad, te formaste primero como ingeniero, ¿a qué obedece, según tú, esta forma de trabajar?
Sí, me formé primero como ingeniero, pero es que antes de eso, antes incluso de elegir qué estudiar, mi deseo era ir a una escuela de arte. De hecho, cuando estaba en el instituto, hice todo lo posible por orientarme hacia el arte.
¿Y por qué no estudiaste arte?
Porque tenía diecisiete años cuando tuve que elegir a qué escuela ir. Era demasiado joven aún, y no tan resuelto a la hora de tomar las decisiones correctas. En parte, sabía lo que quería; pero no aún cómo luchar para conseguirlo. Mi padre quiso ayudarme a escoger el camino, algo de lo que profesionalmente él se ocupaba ya en los departamentos de recursos humanos de algunas empresas. Me dijo: “Como puede que no estés seguro, te sugiero estudiar arquitectura, está relacionada con el arte pero es un poco más estructurada”. Eso es lo que me propuso. El caso es que no recuerdo exactamente cómo ocurrió, pero estuve más o menos de acuerdo. En cierta forma, tenía sentido, siempre había estado construyendo cosas desde que era joven. El problema era no poder ser admitido directamente en la escuela de arquitectura, porque había elegido otra modalidad en el bachillerato, sin vinculación ni con el arte ni con la arquitectura, así que tuve que apuntarme antes a una escuela de ingeniería, para conseguir el perfil correcto. Estuve cuatro años allí, desde los 17 hasta los 21 años, estudiando un programa bastante amplio y largo, pese a que todo el tiempo tenía la sensación de encontrarme en el camino equivocado.
Pero, aunque no de forma consciente, a la larga creo que los estudios en los que me embarqué me ayudaron a desarrollar una posición más sólida. Después, me apunté a la Academia de Arquitectura de Amsterdam. Y durante esos años pude trabajar también en alguna oficina. En todo caso, creo que tardé tres años, una vez ingresé en la Academia, en ser capaz de desarrollar un trabajo que pudiera considerar propio, sin parecido al de ningún otro.
¿Y esa sensación fue importante para ti?
Fue liberadora; como sentir, al fin, que uno ha dejado de vivir los sueños de otra persona y empieza a vivir los de uno mismo. Una sensación clave para mí, que tuvo por fuerza que tener una expresión en mi trabajo. En aquel momento, yo tenía 24 años; por eso me veo siempre como una persona a quien le costó madurar, alguien que no entendió de inmediato lo que quería, o qué posición tomar. Pero lo que importa es que a partir de ese momento todo funcionó, todo encajó. Y por eso, por ejemplo, elegí, para mi proyecto fin de carrera, un equipo de tutoría nada corriente, que contó, entre otros, con un artista, Krijn de Koning. Y eso resultó ser un acierto, porque antes yo no había tenido ningún contacto con artistas y tenía sobre ellos ideas algo románticas; una impresión que rápidamente corregí.
Después de aquello, decidiste trabajar para Krijn de Koning.
Sí, porque haciendo el fin de carrera con él, a mitad de camino, me preguntó si podía recomendarle algún arquitecto que pudiera ayudarle. Tenía muchos encargos nuevos para edificios, todavía sin construir, y precisaba ayuda para materializarlos, más allá de producir infografías o dibujos. Así que me recomendé a mí mismo. Y le sugerí que hiciéramos maquetas realmente grandes para poder trabajar directamente en ellas. ¡Y aquello le entusiasmó!
¿Cuánto tiempo estuviste trabajando para él?
Seguí con él cinco años, hasta 2009 (me había graduado en 2005) porque, por supuesto, ambicionaba también tener mi propio estudio. Era algo que tenía claro desde que me gradué, pero no estaba seguro cómo llegar hasta ahí. También le confesé a Krijn que lo que me gustaría era continuar como artista. Me contestó que eso lo tenía que decidir yo mismo, que tenía salir de mí; que no esperase que nadie me lo pidiera, tampoco había necesidad. Fue una buenísima lección.
Empecé entonces a conseguir algunos encargos, porque sabía de ciertas personas que trabajaban en museos y necesitaban producir diseños de exposiciones. Y este diseño de exposiciones me abrió la puerta al mundo del museo de arte, un mundo en el que yo quería estar aunque no tuviese claro qué hacer —en realidad, lo que quería era mostrar mi propio trabajo, no tanto diseñar exposiciones para otros—. Así que empecé a intentar forzar las cosas hasta el extremo de hacer visible mi propio trabajo. Aquello no funcionó; por supuesto, lo apreciaron y les gustó, pero no surtió efecto. Entonces fui galardonado con el Premio Charlotte Köhler de Arquitectura, que es un prestigioso premio de aliento y estímulo que concede la Prince Bernhard Culture Fund. Aunque cuando me dieron el premio, me dijeron: "Escuche, le damos este premio en calidad de promesa, porque, en realidad, usted no ha hecho nada todavía. Es un premio a su actitud, confiamos en que le sirva de ayuda".
¿De verdad no habías hecho nada todavía?
No, nada. Estaba haciendo cosas, por supuesto, pero nada significativo. Escribía para Oase, o hacía maquetas yo mismo, en mi propio estudio, sin que tuviera encargos… Así que lo que presenté al premio fue una caja repleta con toda la clase de cosas en las que andaba metido —cosas que estaba haciendo con Krijn, una casa en la que estaba trabajando, encargos que nunca despegaron...—, llené la caja con todo eso, y les conté que todo aquello era en lo que había estado ocupado durante los últimos tres años.
¿Maquetas de qué tipo?
De cosas que me gustaban, cosas que intentaba hacer mías. Por ejemplo, hice estudios sobre las salas de la Villa Katsura, en Kioto —mpecé haciendo maquetas parciales, grandes, pintadas de blanco que las desconectaban un poco del proyecto—, o hice maquetas de los Arquitectones de Malevich. Intenté empezar a relacionar estas cosas entre sí. Es lo que hacía en mi tiempo libre. Lo importante es que el premio me ayudó mucho, porque entonces el Museo De Paviljoens me invitó a participar en su próxima exposición, una que estaban organizando para ese verano y que iba a tratar sobre la vacuidad y la temporalidad. Se iba a montar en un terreno libre que tenían detrás del museo, en Almere. Me dieron carta libre para proponer cualquier cosa que quisiera. Era el típico encargo artístico, y yo, por fin, tenía un encargo que no fuese el del diseño de una exposición. Aunque era un tema difícil, porque no había restricciones. Solo contaba con el terreno detrás del museo, que era de lo menos espectacular que uno se pueda imaginar. Estaba cubierto de maleza, tenía una vía de tren cerca y casas suburbanas a los lados volcadas hacia él. No había nada bello en todo aquello, así que, ¿por dónde empezar? Comprendí entonces que uno debe posicionarse como autor en aquello que representa, de modo que, siendo arquitecto, propuse una casa. Y como podía decidir absolutamente cómo se realizaría la casa (ésa era la parte autónoma del diseño) la basé en esas sendas que se encuentran en los terrenos baldíos. La casa se adueña de un fragmento de ellas, y se convierte en una forma de descubrir las cualidades espaciales de esas sendas.
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