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Cada tanto aparece un perro que habla (PDF Gratis)

Por Smiljan Radić

Existen lugares a los que no iré. Por flojera o por aburrimiento, por fatiga prematura. Pero también existen paisajes o edificios que debería haber visitado hace mucho tiempo. Este texto repasa esos lugares posibles. Todos ellos forman parte de mi historia, y son lugares que de una u otra manera conozco.

Debería haber visitado con calma las huellas megalíticas de Carnac en Bretaña, y también toda la obra de Sigurd Lewerentz, especialmente la neblina en el Cementerio Este de Malmö, el interior desordenado de su quiosco de flores, la Capilla de la Resurrección y la penumbra de la nave de la Iglesia de Sankt Petri (que supongo que algo puede tener en común con la oscuridad del hall del Palacio de Congresos de Chandigarh en la India: el andar a tientas). Visitaría la pequeña Capilla en el Bosque de Asplund, para confirmar una vez más que toda capilla pretende ser catedral y que toda animita quiere ser capilla, por eso su facha es sorda y su monumentalidad doméstica. Después de recorrer estos edificios tranquilos e impredecibles, me gustaría visitar la Biblioteca pública de Estocolmo de Asplund.

Iría al museo en Hamar de Sverre Fehn.

Italia, que en su momento me pareció un país infinito que podía seguir visitando hasta el cansancio casi 'completo', hoy por hoy se ha reducido al interior de una pequeña galería de arte cercana al Campo Santo Stefano, a la visita de la Iglesia de San Salvador con sus cúpulas alineadas, y a un pequeño bar al paso en el Campo Santa Maria Formosa, todo ellos en Venecia. Sin embargo, tengo curiosidad por visitar la Casa del Fascio en Como, de Giuseppe Terragni, y la Casa Malaparte de Adalberto Libera en la isla de Capri, una lagartija al sol sobre las rocas. Trataría nuevamente de entrar en el Cementerio de Módena de Aldo Rossi.

Hace unos meses visité por vez primera el Convento de La Tourette de Le Corbusier. Me gustaría dormir en sus habitaciones de 42€ la noche, así seguramente podría saber cuánto hay en ellas de las habitaciones de los claustros del monte Athos o de los monasterios de Meteora, donde dormí en 1993.

Debería visitar por curiosidad (antes de que pasen de moda entre los arquitectos contemporáneos) las iglesias excavadas en la roca en Lalibela, Etiopía.

África. Visitaría alguna ciudad en movimiento, el campamento de El Aaiún en Argelia.

También viajaría durante unos días por la costa chilena con un circo pobre.

En Rusia, por ignorancia o por miedo, solo iría a ver quizás los edificios de Konstantín Mélnikov; sería suficiente con su casa, tan bien descrita por Bruce Chatwin hace tiempo. Algo tendrá que ver esta casa con las fotos que he tomado de Santo Stefano Rotondo, restaurado por Alberti en Roma. De Alberti visitaría todo nuevamente. Sant’Andrea o la Iglesia de San Sebastiano en Mantua, a la cual pude entrar hace poco gracias a una conferencia. No es la primera vez que un lugar se abre por casualidad después de años de tentativas fracasadas (por ejemplo, la Iglesia de San Lorenzo en Venecia, con su nave partida en dos, permaneció cerrada al público durante años). Hace un par de años pude entrar en ese interior macizo donde se estrenó el Prometeo de Luigi Nono en la mítica estructura de madera de Renzo Piano. Hoy su interior está desfondado por los arqueólogos que buscan algo, un eco nuevo más allá.

Inducido por los dibujos de Louis I. Kahn, visitaría la Catedral de Sainte-Cécile en Albi y también las pirámides mayas en Tikal, en Guatemala; creo que a él le podrían haber gustado tanto como las que visitó en Egipto y dibujó al pastel. El edificio de la Asamblea Nacional en Dacca siempre me ha resultado difícil de entender; me ha parecido un buen ejercicio planimétrico. Pensaba que al visitarlo podría tener la sensación mezquina de una arquitectura gráfica, la misma sensación que tuve al visitar la Escuela de Negocios en Ahmedabad. Quizás visité este edificio de Kahn demasiado impresionado por el Palacio de los Hilanderos de Le Corbusier en la misma ciudad, pero Christian Kerez visitó la Asamblea Nacional de Dacca el verano pasado y me dijo: "Uno de los mejores edificios que he visitado en mi vida". Uno viaja a veces obligado por los amigos, por eso iré pronto a Dacca. Con Christian quedamos en visitar juntos la Alhambra, que no conozco; volvería feliz a la Fuente Grande, un lavadero de Juan de Herrera que hay en Ocaña, en España. Además, siguiendo esa misma atmósfera monumental y doméstica, haría nuevamente el tour por los edificios de Francesco di Giorgio, especialmente la Rocca de Sassocorvaro en Urbino.

Debo volver a la India, también para ver las Torres del Silencio en Bombay, que no he conocido. Hace muy poco me mostraron unas imágenes muy duras de esas construcciones; la muerte transformada en carne y ordenada en plataformas de anillos convergentes, como si fuera una de las ciudades ideales de Superstudio; recuerdo los olores de carne humana al fuego en la India.

De Álvaro Siza debo visitar la Fundação Iberê Camargo, en Porto Alegre, Brasil. Debo pasear por sus rampas suspendidas en el aire enrolladas sobre sí mismas, a lo Lina Bo Bardi… Hace un par de meses volví para comer en la restaurada Casa de Té Boavista, en Matosinhos. De estudiante la visité sin dinero y pedí un vaso de agua para poder sentarme a perder el tiempo mirando el mar desde los sillones. "Algún día volveré a comer", le dije al camarero, y veinticinco años más tarde, hace pocos meses, por fortuna volví para almorzar bajo esos aleros.

De João Vilanova Artigas debo visitar el Embarcadero de Santa Paula.

He visitado Japón cinco veces, y aún estoy entrampado entre Tokio, Kioto y poco más, sin poder salir de ahí. Debo ir al Santuario de Ise, y visitar algunos pueblos de pescadores del norte. A Enrique Walker le pediría una visita guiada por la arquitectura moderna japonesa y por lo que queda del metabolismo; seguramente estos edificios desaparecerán muy pronto bajo una nueva oleada de construcciones. Debo organizar un viaje para ver lo que queda en pie de la obra de Kazuo Shinohara.

A Mongolia iría nuevamente, por la misma razón que iría a Nepal o a Islandia: para no ver a nadie durante un rato. ¿Será posible hoy día? A inicios de la década de 1990 esto sucedía incluso en lugares extremadamente turísticos: en la isla de Rodas, en la acrópolis de Lindos o en la de Egina, recorriendo los palomares de la isla de Tenos en Grecia, incluso en ciertos momentos sospechosos: un día de lluvia al cierre sobre la Acrópolis de Atenas, tal y como lo describía Yorgos Seferis hace cincuenta años.

Visitaría feliz el jardín privado de Piet Oudolf, y el jardín de Jacques Wirtz en Bélgica, entusiasmado por las fotografías de Marcos Valdivia. De naturaleza tengo bastante, pero de naturalizar lo natural, de volver lo natural humano, muy poco. Siempre he creído que esta vieja idea de paisajismo tiene algo de incorrecto, y por lo mismo, me parece más atractiva.

Cada tanto aparece un perro que habla.

Visitaré la Iglesia en Firminy de Le Corbusier para saber de los búnkeres y las superficies inclinadas de Paul Virilio y Claude Parent. Las Vegas de día, guiado por las fotografías de Ed Ruscha reeditadas por Robert Venturi.

Me encantaría poder entrar finalmente en la Casa de Tristan Tzara de Adolf Loos, y en la Maison de Verre de Pierre Chareau en París; en la casa de Frank O. Gehry en Los Ángeles, y en el loft de Donald Judd en Nueva York. Las dos veces que visité la Chinati Foundation de Judd en Marfa fue una gran sorpresa. El sol de invierno en ese lugar es sereno, el mismo sol de un septiembre en el desierto de Atacama o el de invierno en el valle de los Reyes en Egipto acompañado por el llanto de una caravana de mujeres vestidas de negro grueso. El trasero oculto de las columnas de las galerías escalonadas del Templo de Hatshepsut es formidable.

De Claude-Nicolas Ledoux iría a ver la Salina Real de Arc-et-Senans.

Sin pensarlo dos veces, no volvería a Turquía ni a China; estos países requieren de una fuerza especial para poder resistir sus ciudades, que hace ya veinte años me parecieron agresivas e insoportables. Por lo mismo, no volvería a Ciudad de México, aunque retornaría feliz a visitar la Casa de Barragán para ver los jarros ahogados en la pileta del patio de acceso. A Caracas volveré cuando se pueda caminar por sus calles nuevamente, y entraré al Helicoide de Jorge Romero. A Perú volveré el próximo año, pero no sé adónde ir porque existen demasiadas cosas sepultadas en ese país y es una angustia no poder concluir algo. Visitaré nuevamente el Museo Textil Precolombino Amano, en Lima; y me han invitado a una pequeña casa en Cuzco…, han pasado treinta años. Perú está muy cerca para extrañarlo. Visitaría en coche los salares que hay entre Chile y Bolivia, y las construcciones frágiles que existen en sus bordes. Visitaré algunos galpones de madera de las haciendas ovejeras de la Patagonia chilena antes de que las conviertan en hoteles boutique.

De vacaciones visitaría la isla de Guadalupe, donde nació Saint-John Perse; la isla de Santa Lucía, donde nació Derek Walcott; y Martinica, donde nació Edouard Glissant; todas constituyen finalmente el archipiélago de la mondialité.

Debo visitar el museo rojo que diseñó Francisco Javier Sáenz de Oíza para el escultor Jorge Oteiza. Después de haber visto toda la obra de Eduardo Chillida, uno debe (según los incondicionales de Oteiza) volver al punto cero.

Visitaría algunos archivos de arquitectura, pero para eso necesitaría mucho tiempo, y seguramente no lo haré. Lo demás, por cansancio, se da por visto.

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Este texto ha sido publicado en: Radić, Smiljan, "Cada tanto aparece un perro que habla, y otros ensayos", Puente editores, Barcelona, 2018.



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